Todos los domingos por la mañana, en alguna esquina del barrio, contrae fuertemente el estómago y expulsa por la boca la desdicha y el mal sabor de su vicio.
La cólera de la Ley Seca le carcome el hígado, como si el daño causado por el exceso de toda una vida no fuese suficiente.
Su familia no se puede conmover más y su esposa se arrepiente todos los días de haber creído en la promesa que él no ha cumplido jamás; sus hijos ya no sienten nada, a excepción de la vergüenza esporádica si algún amigo se entera de su existencia indeseada.
Él tiene un profundo dolor; el del cuerpo lo calma cuando está ebrio y el del alma lo agobia cuando se atreve a estar sobrio.
La lucidez es ingrata y la zozobra que le rodea, contenida en latas y botellas, eterna.
“¡Ah, vida más desgraciada!” exclama con rabia, su voz se pierde entre sollozos mientras cierra los ojos para no ver acercarse a la muerte; cuando los abre nuevamente se queda con su soledad frente a frente, da un trago y festeja la vida con una carcajada incoherente.
Comments