“Las piedras rodando se encuentran y tú y yo algún día nos habremos de encontrar, mientras tanto cuídate y que te bendiga Dios, no hagas nada malo que no hiciera yo…” una canción de “El Tri”, y viene a mi mente cuando pienso en un buen amigo de la adolescencia, siempre perfumado, ropa casual, seguro de sí mismo, una posición económica cómoda, una risa fuerte, contagiosa y una mirada un poco pícara, siempre ocurrente, el amigo que se gana la confianza de tu mamá por tanto blah, blah, blah. Mi amigo y yo compartimos con el grupo del barrio en el que crecimos muchas risas y desveladas sentados en la banqueta, él hablando de sus conquistas, porque su carisma le conseguía varias, recuerdo que hablaba del futuro con ambición, pero ambición de pasarla bien con lo que fuera necesario, de “libertad”; cuando la ansiedad llegaba, él encendía un cigarro, todo un “rebelde” a sus 17 años. Era mi amigo porque nos entendíamos bien y ¿quién no quería su amistad? era el 'popular” del sector. Lo recuerdo llegando a mi casa para distraerme de las tareas del colegio, algunas de mis tardes las invertí en él, solía aconsejarle sobre qué hacer para no perder a su novia de quien estaba finalmente muy enamorado, sus “suegros” no lo querían, lo veían como una mala influencia para su hija “bien educada” y religiosa, tenían un poco de razón, pero yo sabía que él era bueno y la quería de verdad, estaba dispuesto a todo por ella, era solamente la juventud la que lo hacía creerse invencible y le daba esa actitud de rebeldía, estaba en la etapa de demostrarse “machito” ante la sociedad y yo estaba segura que eso pasaría en un par de años, conseguiría un trabajo, dejaría los vicios de lado y formaría un buen futuro con su amada.
Pasaron un par de años más de amistad y me mudé, poco supe de él, me enteré de unos cuantos problemas en los que se había metido, no me asombré, así era mi amigo, se metía en problemas, los resolvía y terminaba contando sus hazañas con muchas risas y un poco de arrepentimiento. Un día mientras caminaba, pasó un carro a mi lado y mi sorpresa fue verlo salir por el vidrio, vociferando alegremente mi nombre, le sonreí y dejé ir un saludo con la mano, seguí mi rumbo sonriente, tranquila de saber que estaba bien, seguramente se dirigía a “echarse los tragos” con sus amigos. Eran ya 8 años aproximadamente sin saber de él, voy caminando de nuevo por el centro de la ciudad, el final de un día satisfactorio de trabajo, yo vestía lo mejorcito que se puede para un ambiente de oficina, voy escuchando música con los audífonos de mi celular, como es costumbre, concentrada en el camino, tomando las precauciones del caso, cambiando de banqueta constantemente, siendo lamentablemente prejuiciosa para evadir personas que pudieran despojarme de mis pertenencias; escucho mi nombre, veo a mi alrededor, no reconozco a nadie, resuena mi nombre de nuevo, me quedo estática, está frente a mí, es mi amigo, con la misma carcajada fuerte que lo caracteriza, ojos grandes que me ven con la emoción de un niño, me cuesta reconocerlo y mi reacción es de asombro, está muy delgado, su tez es de un tono más oscuro, logro emitir palabras con un tono de confusión: “-¿es usted?...” lleva una gorra desteñida y ropa desgastada, tiene la mirada perdida y observo varias penas reflejadas en sus ojos, me abraza muy fuerte, no puedo evitar sentir el olor a “mota” y tal vez días sin un baño, le devuelvo el abrazo y comienza a platicar como si el tiempo no hubiera pasado, inquieto, se mueve de un lado a otro y me recorre con la mirada de pies a cabeza, me observa feliz, apenado tal vez, la gente alrededor pasa y ve con desconfianza el encuentro, yo comprendo finalmente la situación y comienzo a platicar con mi amigo, hablamos del pasado, muchos recuerdos, de nuestro presente era obvio que queríamos hablar poco, reímos, era el mismo amigo de mi adolescencia, con una diferencia, sus decisiones respecto al alcohol y las drogas nos habían llevado a caminos distintos; personas de aspecto desaliñado le pasaban saludando con cariño, él respondía siempre con una sonrisa, yo lo veía perpleja, angustiada tal vez, me contó sus penas, que tenía varias faltas con la ley y que hacía “de todo un poco” para sobrevivir, luego de varios minutos nos despedimos con un abrazo, no tiene un celular al que pueda contactarlo ni una dirección para encontrarlo, así que sé que muy poco volveré a saber de él. llegué a mi casa con alegría por haberlo encontrado de nuevo, confieso también que un poco de tristeza me acompaña hasta hoy, llevo en mente la frase que me dijo sonriendo, como justificando su presente: “-Usted sabe, yo no logré adaptarme al sistema...” y comprendí que en su realidad no había espacio para dar marcha atrás a las decisiones que había tomado.
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