En los juzgados de familia se rompe la armonía, en los juzgados de paz comienzan guerras y en los juzgados de niñez y adolescencia se destruye la inocencia.
Por una situación que más adelante podré compartir, me encontraba sentada en una silla de aspecto descuidado y sucio, el ambiente estaba impregnado de dudas; niños, adolescentes, abogados, madres, tíos, abuelos, padres y hasta la directora de un establecimiento educativo transitaban por los pasillos con rostros cansados, con el semblante que deja el desgaste de un hecho repentino y traumático.
Olía a sudor, a desvelo, a incertidumbre, sin importar cuánto dinero demostraban las prendas de vestir, en aquel juzgado todos estaban presentes por un mismo fin: recuperar la custodia de un menor.
Las miradas casi perdidas se posaban sobre los integrantes de la polémica secta, Lev Tahor, quienes impactaban con su altura, acento extranjero y voz fuerte que clamaba por sus hijos. Los policías en la entrada intentaban detener su ingreso, explicándoles una y otra vez el proceso legal que debían seguir. En ese lugar, ellos también se unían a la larga espera para demostrar que tenían el derecho de permanecer junto a sus hijos.
A mi lado, una señora con cabello negro y poblado con incontables canas, se sentó y suspiró, fue tan profundo y extenso que pude sentir el tamaño de su pena. No resistí, le pregunté qué había pasado, y es que además, intuí que la fuerza del suspiro era en realidad un grito contenido esperando ser escuchado.
Tuve razón.
La señora para la que trabaja estaba molesta porque una vez más se ausentaba de sus tareas domésticas durante el mes, mismas por las que le pagaba Q90 al día, de 7 de la mañana a 6 de la tarde; esto la tenía inquieta, miraba una y otra vez su celular como tratando de apresurar el tiempo, tenía las piernas cruzadas, cubiertas con una interminables falda roja.
“Seño, yo no puedo hacer nada, tengo que venir o me van a quitar a mi nieta, yo desde nena la cuido porque su mamá se murió hace años…” me explicó como si de mí dependiera la permanencia en su empleo.
Su nieta salió una tarde y le indicó que volvería pronto, pero llegó la madrugada y no cumplió su promesa. La única salida fue reportar su desaparición, junto a su nieta, viven en un asentamiento en el que la PGN hace visitas diariamente, la señora me cuenta con normalidad que donde vive, hay muchos casos en los que los niños son retirados de su entorno para pasar a ser supervisados por el estado. Afortunadamente, su nieta apareció en la madrugada, pero ya con una alerta Alba-Keneth activa, el proceso legal era inevitable.
Creo tener la habilidad de ver un poco más allá del iris, de percibir intenciones y sentimientos. Con ella percibí angustia, una mujer que ha decidido su vida a trabajar para sostener a su familia y que con casi siete décadas encima, ahora debe lidiar con la pubertad de su nieta, quien está expuesta al círculo de la pobreza, ocio y pandillas, una adolescente que desconoce posibilidades y privilegios.
Me muestra, emocionada, una fotografía de la joven, me asegura que es una buena muchacha, pero que perder a sus padres le está afectando de un tiempo para acá. Me comparte también que la adolescente ha sacado adelante los estudios, lo cual le alegra porque con esfuerzo ella le ha pagado clases en un instituto para darle un mejor futuro; está convencida de que el incidente fue motivado por las malas compañías, pero que agradeció infinitamente su aparición.
Ahora debía demostrar ante la ley que es capaz de seguirla cuidando, ademas, su nieta, ahora arrepentida de su descuido, teme que la envíen a una casa hogar a vivir porque las mismas autoridades le infundieron temor contándole que allí, a las chicas, les pasan cosas muy “malas”.
Conversamos de todo un poco, de pronto el altavoz mencionó su nombre y la sala de audiencias que la esperaba para hacer cumplir la ley; apresurada y nerviosa, tomó su folder colmado de papeles y se levantó de la silla desvencijada, le indiqué hacia dónde dirigirse, me sonrió y me dejó una bendición alejando sus pasos cansados.
Seguí observando el entorno varios minutos más, escuchando a los abogados asesorando a sus clientes, dándoles ánimos e instrucciones de qué era prudente mencionar; la sala de espera para menores se llenaba, las sonrisas de los más pequeños me causaban pena porque esa mañana no debían estar allí sino en un lugar seguro, sin trámites legales por su custodia. Nadie merece eso.
Me levanté cuando el proceso al que asistía culminó, me dirigía a la salida del juzgado cuando sentí una mano en mi brazo, volteé y la señora, con ojos rebosantes de alivio, me dijo: “…me fue bien, Seño, gracias a Dios, que le vaya muy bien y suerte…” repliqué su alegría con una palmada en su espalda como si la conociera de toda la vida. También le deseé suerte y reconocí con palabras amables su valioso esfuerzo en la vida.
Seguí mi camino, pensando en que en aquel juzgad los días seguirán llevando expedientes a escritorios burocráticos. Seguirán llenándose de papeles que representan almas y un sin fin de trámites engorrosos que reflejan cientos de vidas que han sido tempranamente vulneradas.
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